viernes, 5 de febrero de 2021

Amada Escritura


En “Amado Señor”, la nueva novela de Katchadjian publicada por la editorial Blatt&Ríos, un hombre le escribe un epistolario a una especie de divinidad o trascendencia.



Por Leonardo Miraglia*

lpmiraglia@gmail.com


Es difícil definir la prosa de Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977), pero podemos decir que su estilo se percibe en los registros del absurdo; su lenguaje, llano y directo, utiliza el léxico más habitual del castellano rioplatense. Las historias que crea podrían entenderse como la sucesión de situaciones disparatadas, por contradictorias o exageradas, que no arman una trama cerrada o calculada, sino más bien una abierta a lo inesperado. Muchas veces las peripecias que viven los personajes sirven para entender otra cosa: cómo piensa o vive la escritura este autor. Amado Señor no sólo confirma eso, sino que va más allá: aquí no hay personajes, o hay uno sólo que a su vez es también narrador. Y lo que escribe le sirve para entender su propio relato.


Los personajes de Katchadjian son como marionetas que bajan desde las manos del titiritero, y que sin aparentes vínculos de referencialidad logran causar identificación en el lector. ¿Por qué? Porque si hay algo que no les falta es humanidad. Están hechos de mundo, sí, pero de uno absurdo, enrarecido, indefinido. Son históricos, pero al mismo tiempo difíciles de anclar: una bruja, un mendigo, un sacerdote, un profesor, un feriante: nadie en particular. Eso se ve en sus anteriores novelas (Gracias, Qué hacer, En cualquier lado) y vuelve a suceder en ésta. Por ejemplo, el narrador (deberíamos decir también el personaje) le cuenta al Señor sobre sus antepasados gitanos y eso lo hace  pensar en su identidad. Sin embargo, él no sabe quien es, y eso no parece constituirse en un problema existencial: “me atraen los gitanos de una manera insensata, quizá porque sé que algunos de ellos son mis antepasados. Saber esto no hace que me identifique con los gitanos, porque no sé qué soy ni quién soy”. El que cuenta se escapa de su propio corset. No está anclado en un espacio-tiempo. Puede ser un sacerdote del siglo XVII o un cura del siglo XX. Puede ser un religioso, pero también un escritor, o un demente. Nos resuena por aquí El innombrable, de Samuel Beckett. Si la identidad es lo primero que nos moldea al nacer, hay sentido cuando Katchadjian dice: “me interesa escapar de los géneros”.


En Amado Señor la escritura le sirve al narrador-personaje para entender por qué está escribiendo. Así, en la primera carta se va a preguntar si tiene algún sentido explicar lo que está haciendo, ya que él mismo no sabe por qué le ha empezado a hablar (escribir). Pero inmediatamente anota que: “sí sé qué es lo que estoy haciendo: es tan evidente que pensar en explicarlo me hace sentir un tonto”. ¿Lo sabe o no lo sabe? Las dos cosas. Lo sabe, pero como “de fondo”, sin necesidad de que esa conciencia sobre lo que está haciendo sea algo en primer plano, como la explicación hace con los hechos o con las cosas. Ese momento de confusión es brillo para el narrador (y para el autor): “Pero para mí eso no es un temor: adoro el momento en que vos te vas expandiendo y todo se vuelve otra cosa y nada es claro y todo es revelador de no se sabe qué”. Como la vivencia de una epifanía, que pierde su potencia si es explicada, la escritura de Katchadjian busca que esa confusión, ese sinsentido, crezcan y orienten lo que va pasando hacia otro lado: “Y así logro que estas cosas que te digo, que no son nada, vuelvan a mí trastocadas por tu oído, por las vueltas que mis cosas dieron dentro del laberinto de tu oído, y así lo que era nada, de repente es algo”. Suerte de magia o brujería, es hacer aparecer cosas que antes no estaban. Es escribir para encontrar algo nuevo.


Luego de las primeras cartas, el narrador comienza a preguntarse por el origen de ese vínculo. Es decir, por la primera vez que se comunicó con su Señor. ¿Fue una caída desde un quinto piso? ¿un rayo que le cayó en la cabeza? ¿el encuentro íntimo con una bruja? Algunas de estas anécdotas e historias que cuenta podrían ser causa de ese primer encuentro. Pero nunca nos confirma nada, porque ni siquiera él lo sabe.


Quizá una de las ideas centrales que recorre las cartas de esta novela es la de que las cosas tienen una ambigüedad tal que generan una tensión que lleva a una especie de síntesis, que es a su vez un estado nuevo. ¿Una metáfora de lo que la escitura es para el autor? Al Amado Señor se lo puede pensar como a la escritura misma. Por eso, cuando cuenta que un hombre lo raptó de niño, dice: “¿me habrá hablado el hombre como yo te hablo a vos todas estas cosas?”, igualando así la inocencia o creatividad de un chico con la del proceso de escritura, y a todo eso con la de idea de Dios. Un Dios que se busca no para convertirnos en inmortales sino para volver transformados luego de ese contacto. Una mezcla imperfecta de lo que éramos con lo que resultó de ese encuentro. Un estado de gracia. El movimiento es dialéctico y se puede pensar tanto en el vínculo entre un creyente y una divinidad como entre el escritor y su creatividad, o como el que tienen dos amantes. Lo interesante de esta novela, y de la propuesta de Katchadjian en general, es que nunca hace un cierre total hacia alguno de estos sentidos. Sí nos muestra un abanico de posibilidades. El Señor puede ser muchas cosas: “no sos un señor cuando sos Señor, ni tampoco serías una señora si fueras Señora, porque hay una única manera sin diferencias: no sos él ni ella, sos otra cosa sin sexo o con todos los sexos. Amada Bola, Amado Origen, Amada Nube: todo da lo mismo”. 


La libertad late de fondo en muchas de las obras de este autor (La libertad total, Qué hacer, Gracias). En esta novela, quizá, el espacio de la libertad sea el de hablar sin un contenido: “no hay contenido, porque lo que digo va apareciendo, y el contenido es algo que está de antes y se pone en un lugar para que lo contenga, algo ya conocido, no algo que se va descubriendo”. El narrador le habla al Dios de la inspiración con la máxima libertad posible (sin un sentido) para que aquel transforme ese caos en algo concreto o, al menos, en algo: “y así logro que las cosas que te digo, que son nada, vuelvan a mí trastocadas por tu oído”. La libertad como una mediación, como un pasaje a otro estado. Quizá la única forma de libertad palpable. Pero para elaborar una mediación conceptual, tiene que aparecer un agente que pueda operar esa mediación: ¿un monje?, ¿un profesor?, ¿un brujo? ¿un loco? El narrador comienza a sentir que le habla al Señor para transformarse él mismo en otra cosa, en otro. Si quiere “tensarse” en el Señor y pasar a otro estado, entonces no debe fundirse en él. Anota: “si me entregara completamente, creo que me dejarías hablando solo y siempre lo mismo (...) y nadie me entendería”. Allí es que llega a esta conclusión: “yo solo puedo hablar con vos si vos sabés que vengo de no hablar con vos y que voy hacia no hablar con vos”. Es el mediador entre la creación y la vida terrenal, entre la inspiración y el estado normal.


Por fin, el narrador se pregunta si hay un tema en el que se pueda enmarcar su diálogo (como lectores nos preguntamos lo mismo: “¿de qué tema trata esta novela?”). Y, nuevamente, el propio ejercicio de la escritura le dará la respuesta. Escribiendo se da cuenta de que no hay tema para lo que está escribiendo. Aunque enseguida se da cuenta que en realidad sí lo hay, pero no en el sentido convencional. Anota: “el tema es que hablo con vos, pero eso no es un tema: es una forma de conversar. El tema, entonces, ¿es la forma de conversar?”. Encuentra el tema pero no le convence. Intenta salir de ahí. Escapar. ¿Cómo? Empieza a conversar de otra forma: le cuenta historias que intuye que aburren a su interlocutor, pero que mediarán ese “pasaje” hacia otro estado. Estos relatos le sirven para seguir pensando su vínculo con el Señor que es, en definitiva, la relación entre un escritor y su obra de arte. Son historias dentro de las cartas, que sólo cumplen la función de explicar la complejidad de esa unión: “no quiero ser vos ni quiero ser yo ni estar siempre con vos: quiero ser el que te habla y no te habla, el que está en tensión entre irse y volver”.


Como dijo su autor, en Amado Señor laten de fondo Carta al padre, de Kafka y Confesiones, de San Agustín. No pudimos leerlo sin sentir también, en algunos fragmentos, al Beckett de El innombrable. Pero principalmente, a todos los otros Katchadjianes.



*Lic. y profesor en Comunicación Social. Librero en El Divague Libros.

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