jueves, 18 de febrero de 2021

“Las reuniones”: un lugar de encuentro para la experiencia y los afectos


¿Qué une a los nueve relatos de "Las reuniones"? Quizá sea un sujeto que explora, que se mueve (¿se pierde?) en las instancias de lo indeterminado, y encuentra ahí un placer. 


Por Leonardo Miraglia *


Cuando uno recorre las páginas de “Las reuniones” (Rosa Iceberg, 2018), le queda bien claro que ese placer por la exploración no es, como en el placer del flaneur baudelaireano, producto de una actitud de contemplación ante las cosas, las personas o los paisajes. Lxs personajes de Bléfari (1965-2020), se implican en las historias que traman, en los vínculos que forjan, y cada uno lxs transforma de un modo único. Es probable que el,la lectorx que no disfruta de una experiencia parecida cuando lee, no se sienta atraídx por un libro así.


En Bléfari, los vínculos afloran en descripciones que sólo al inicio parecen distantes de afecto. Sus personajes, siempre a través de las experiencias, transitan permanentes estados de reflexión, especies de interrogantes sobre qué es lo que se teje de lo humano, en cada acercamiento, en cada vínculo entre dos. Y ese pensamiento no detiene a la experiencia, sino que, al contrario, y más allá de los resultados de cada relación, siempre la potencia. 


Historias mínimas

“Las reuniones” también es un mapa bien federal de la geografía argentina. Los cuentos se desarrollan en pueblos o pequeñas ciudades como Puerto Deseado o Cañada de Gomez, y también podrían considerarse pequeñas las historias que se narran: por ejemplo, en Miniturismo, un grupo de amigos va viajando y parando en distintos pueblos, y lo que se cuenta no es otra cosa que el “ir yendo”, el “camino a”. Casi como una escenografía en movimiento, vemos pasar los fondos y las sensaciones que acompañan a la narradora, que las anota incansablemente en su libreta.




En Lámparas de oca, una mecanógrafa amateur termina haciendo todos los trabajos habidos y por haber en la casa de un escritor, pero de un día para el otro se queda sin changa. ¿Qué le queda de esa experiencia? Precisamente eso, lo vivido. En Sucumbir es adoptar costumbres, leemos las vicisitudes del actor de una compañía teatral que gira por distintos pueblos. En él podemos ver la relación que entabla con un muchacho obsesivo y paranoico que lo manipula hasta enamorarlo. En todos los relatos, los personajes se están moviendo: física, afectiva o racionalmente. Parecería que sí, que es allí donde se producen “las reuniones” entre estos personajes: el movimiento permanente. Pero, ¿alguien puede imaginar una reunión en movimiento? Bléfari lo hizo.


Cuando uno empieza a leer, se da cuenta rápidamente que no está frente a relatos con tramas super complejas. Nada altera la aparente linealidad de los cuentos. El tono narrativo es cansino pero, contrariamente a ese efecto, el torbellino de preguntas y reflexiones en la mente de los personajes, en el vínculo consigo mismos y con lxs otrxs, es lo que les da el verdadero ritmo a los cuentos. Como decir que los cambios se tejen lenta, pero constantemente.


Experiencia y aprendizaje

A lxs personajes que construye Bléfari se les va cayendo la experiencia de los bolsillos. En cada relato, hay uno o dos datos extravagantes que dan cuenta de vidas llenas de aventuras. No son grandes saberes, sino chiquitos y concretos, como por ejemplo uno donde una mujer les da un baño de lavanda a unos gatos, para que tengan un relajo onírico. Pero al mismo tiempo nunca dejamos de encontrar la curiosidad. Se ve claramente la faceta aprendiz de la autora, trasladada a sus narradorxs y personajes. Muchas veces son aprendizajes llevados a cabo por una autodidacta, pero en otros casos producto de talleres y con docentes. Respecto de los profes que la acompañan, en Hudson vemos que hay una construcción de la protagonista con una mirada de reconocimiento hacia ellxs. Hudson es, de hecho, el relato de una excursión al campo por parte de unos talleristas y sus maestros, que investigan sonidos raros.


A lo largo de los nueve cuentos, podemos ver reunidas a la Bléfari viajante, a la música, a la docente y a la alumna, pero principalmente, a la Rosario escritora. Desde esa simpleza con que escribía, quizá más rica que el resto de su paleta artística, Bléfari no hace autoficción: aporta su experiencia de vida a cada personaje que crea y con los cuales ella misma, como autora, crece.



*Lic y Profesor de Comunicación Social (UBA) y librero en El Divague libros

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jueves, 11 de febrero de 2021

J. Rodolfo Wilcock: maestro de monstruos

En El libro de los monstruos, el autor combina elementos de la alta y la baja cultura para satirizarlos a través de un absurdo fantástico. Un registro coloquial tan auténtico como hilarante. 


Por Leonardo Miraglia*


El libro de los monstruos (1978) es la última parte de lo que se podría llamar “trilogía de las semblanzas” de J. Rodolfo Wilcock: completan La sinagoga de los iconoclastas y El estereoscopio de los solitarios, ambos de 1972. Es, también, la obra donde el autor despliega toda una galería de personajes fantásticos únicos. En ella hay una espectacularización, un exhibicionismo exacerbado de monstruosidad, que resulta en un registro grotesco: acá un adolescente al que le crecen plumas, allá un hombre con la piel pintada de tantos colores como una mariposa, más acá un “correcto esposo” que descansa en un tanque, en estado diluido, y al que su mujer dedica incansables cuidados. 

En cada uno de los relatos breves de El libro de los monstruos se presenta un hombre o una mujer, con nombre y apellido y se describen sus “características físicas”: el resultado es la aparición deslumbrante, ante nuestros ojos de lectores, de un ser humano devenido monstruo. 


Paraísos perdidos

Hay dos cuestiones centrales que la época moderna introduce en la vida de los hombres, que ocupaban y preocupaban a Wilcock: la pérdida de la dimensión de lo sagrado en toda práctica artística, y la soledad del hombre en las ciudades.


La Modernidad, como proceso social, político y económico, obligó a la incorporación de una cada vez mayor tecnificación en los trabajos y en la vida cotidiana, especialmente la de las ciudades. Y la esfera de lo artístico no estuvo ajena a ello. Por el contrario, el agregado de nuevos aparatos no sólo provocó el avance de técnicas creativas, sino que difundió el arte a un público masivo y no especializado (por ejemplo: la fotografía “sacó” las obras pictóricas de los museos y cualquiera pudo tener a la “Gioconda” en su casa). Esto también contribuyó a cierta banalización del arte, a un abandono casi absoluto de toda posibilidad de trascendencia. Comenzaban a erosionarse las murallas de la “alta cultura”, concepción típica de ciertas capas de la sociedad en su proceso de discriminación y apropiación de la cultura popular: el saber de unos pocos vedado, como un secreto, a las mayorías. Esta “pérdida de conexión con lo sagrado” aparece de forma explícita en el primer relato del libro: “Anastomos”. Allí leemos: “(...) Y quizá sea una divinidad, porque no está concedido a los hombres ser tan bellos. En sus espejos vemos reflejadas aquellas cosas que verdaderamente, sin hipocresía, amamos: no las cosas humanas, tan abrumadas por la caducidad y el cambio, sino los árboles y las nubes, los pájaros y las flores, (...) todo lo que en nuestra mortalidad sentimos como eterno y que no amaríamos, si no lo sintiésemos, oscuramente, intocable”. Es cierto que aún hay en estas palabras un dejo de melancolía por esa pérdida, pero quizá la diferencia esté en que aquí el autor se ha decidido a jugar con esa ausencia y ya no titubea para unir literatura universal y tradición clásica, con absurdo y grotesco. ¿Radica en este cambio el salto de su obra? ¿Wilcock hizo lo que Borges no necesitó: girar desde un punto de vista trascendental y filosófico a un registro coloquial que, a través de un absurdo fantástico, captara mejor la decadencia del hombre moderno? 


Nadie es profeta en su tierra (ni en su lengua)

En 1957 Wilcock abandona Buenos Aires por Roma. En carta a un amigo, asegura: “el castellano no da para más”. Esta frase puede tener distintas explicaciones, pero en el fondo es la elección autónoma de un hablante que decide mudarse de lengua, con todo lo que ello significa. Si el idioma moldea nuestra forma de entender el mundo, y la escritura es una de las maneras que tenemos de expresar esa mirada, este cambio de perspectiva se despliega dentro de la propia escritura wilcockiana. En efecto, a su llegada a Italia, comienza a abocarse plenamente a su obra narrativa. Es probable que esta inclinación haya sido consecuencia de su exilio, pero es aún más entendible por el hecho de que Wilcock formaba parte de una elite conservadora como la nucleada en torno al Grupo Sur (Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo). Tal vez ese contexto no le permitiera desplegar todo su potencial creativo, ni afianzarse en el ámbito literario. En Italia, en cambio, se topó con una vanguardia intelectual como la formada por Passolini, Elsa Morante e Ítalo Calvino (este último parte del grupo de literatura experimental Oulipo, junto a Raymond Queneau). Ellos no sólo lo acogieron sino que fomentaron su pronta legitimación. Además, el estilo Oulipo, más ligado a los juegos de palabras, a los retruécanos, y a la exacta matemática de las frases, dio un aire a la prosa algo barroca de Wilcock. Sin embargo, el argentino nunca abandonó la profundidad que caracterizó a su obra. Quizá el “Wilcock italiano” sea casi el mismo que el de nuestros pagos, con la única diferencia de haber aprendido a reírse de sus fantasmas.


“La soledad engendra dioses (y monstruos)”

Aquello que el sociólogo estadounidense David Riesman, ya en la década del ‘20, denominara con el término de “muchedumbres solitarias”, es un fenómeno que hoy continúa vigente en nuestras ciudades: un ejército de hombres y mujeres que están en una aproximación física incesante y caótica, pero en una intolerable soledad espiritual. Esto aparece en toda la obra de Wilcock, pero no sólo como una preocupación sociológica, sino personal. Wilcock era un misántropo. Su frase: “El hombre necesita de la soledad y de la comunicación. Combinar ambas en la justa medida hace a su felicidad”, quizás haya sido más un deseo que una realidad. A través de las bestias de este volumen, el autor nos muestra que la exclusión del grupo social puede hacer de cada uno de nosotros un monstruo, pero que a la vez ese monstruo está más cerca de la divinidad, del arte o de la creatividad. Describiendo a uno de sus bichos, nos dice: “En él la naturaleza ha querido refutar, al menos una vez, la irrefutable, casi lastimosa, fealdad de la desnudez humana: este animal despellejado y deforme, esta pobre imitación de un simio al que milenios de mezquindad han dejado sin pelo, se enciende por un instante efímero en Alasumma con los colores de las tierras cálidas y ahora baila, como Dios manda, para demostrar cuán grises son estos pueblos que sin ningún derecho ocupan la hermosa Tierra y la entristecen”. Después de transitar sus páginas, quizá el lector atento se sienta motivado también a indagar en sus monstruos internos.


*Lic y Profesor de Comunicación Social (UBA)

Librero en El Divague libros

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viernes, 5 de febrero de 2021

Amada Escritura


En “Amado Señor”, la nueva novela de Katchadjian publicada por la editorial Blatt&Ríos, un hombre le escribe un epistolario a una especie de divinidad o trascendencia.



Por Leonardo Miraglia*

lpmiraglia@gmail.com


Es difícil definir la prosa de Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977), pero podemos decir que su estilo se percibe en los registros del absurdo; su lenguaje, llano y directo, utiliza el léxico más habitual del castellano rioplatense. Las historias que crea podrían entenderse como la sucesión de situaciones disparatadas, por contradictorias o exageradas, que no arman una trama cerrada o calculada, sino más bien una abierta a lo inesperado. Muchas veces las peripecias que viven los personajes sirven para entender otra cosa: cómo piensa o vive la escritura este autor. Amado Señor no sólo confirma eso, sino que va más allá: aquí no hay personajes, o hay uno sólo que a su vez es también narrador. Y lo que escribe le sirve para entender su propio relato.


Los personajes de Katchadjian son como marionetas que bajan desde las manos del titiritero, y que sin aparentes vínculos de referencialidad logran causar identificación en el lector. ¿Por qué? Porque si hay algo que no les falta es humanidad. Están hechos de mundo, sí, pero de uno absurdo, enrarecido, indefinido. Son históricos, pero al mismo tiempo difíciles de anclar: una bruja, un mendigo, un sacerdote, un profesor, un feriante: nadie en particular. Eso se ve en sus anteriores novelas (Gracias, Qué hacer, En cualquier lado) y vuelve a suceder en ésta. Por ejemplo, el narrador (deberíamos decir también el personaje) le cuenta al Señor sobre sus antepasados gitanos y eso lo hace  pensar en su identidad. Sin embargo, él no sabe quien es, y eso no parece constituirse en un problema existencial: “me atraen los gitanos de una manera insensata, quizá porque sé que algunos de ellos son mis antepasados. Saber esto no hace que me identifique con los gitanos, porque no sé qué soy ni quién soy”. El que cuenta se escapa de su propio corset. No está anclado en un espacio-tiempo. Puede ser un sacerdote del siglo XVII o un cura del siglo XX. Puede ser un religioso, pero también un escritor, o un demente. Nos resuena por aquí El innombrable, de Samuel Beckett. Si la identidad es lo primero que nos moldea al nacer, hay sentido cuando Katchadjian dice: “me interesa escapar de los géneros”.


En Amado Señor la escritura le sirve al narrador-personaje para entender por qué está escribiendo. Así, en la primera carta se va a preguntar si tiene algún sentido explicar lo que está haciendo, ya que él mismo no sabe por qué le ha empezado a hablar (escribir). Pero inmediatamente anota que: “sí sé qué es lo que estoy haciendo: es tan evidente que pensar en explicarlo me hace sentir un tonto”. ¿Lo sabe o no lo sabe? Las dos cosas. Lo sabe, pero como “de fondo”, sin necesidad de que esa conciencia sobre lo que está haciendo sea algo en primer plano, como la explicación hace con los hechos o con las cosas. Ese momento de confusión es brillo para el narrador (y para el autor): “Pero para mí eso no es un temor: adoro el momento en que vos te vas expandiendo y todo se vuelve otra cosa y nada es claro y todo es revelador de no se sabe qué”. Como la vivencia de una epifanía, que pierde su potencia si es explicada, la escritura de Katchadjian busca que esa confusión, ese sinsentido, crezcan y orienten lo que va pasando hacia otro lado: “Y así logro que estas cosas que te digo, que no son nada, vuelvan a mí trastocadas por tu oído, por las vueltas que mis cosas dieron dentro del laberinto de tu oído, y así lo que era nada, de repente es algo”. Suerte de magia o brujería, es hacer aparecer cosas que antes no estaban. Es escribir para encontrar algo nuevo.


Luego de las primeras cartas, el narrador comienza a preguntarse por el origen de ese vínculo. Es decir, por la primera vez que se comunicó con su Señor. ¿Fue una caída desde un quinto piso? ¿un rayo que le cayó en la cabeza? ¿el encuentro íntimo con una bruja? Algunas de estas anécdotas e historias que cuenta podrían ser causa de ese primer encuentro. Pero nunca nos confirma nada, porque ni siquiera él lo sabe.


Quizá una de las ideas centrales que recorre las cartas de esta novela es la de que las cosas tienen una ambigüedad tal que generan una tensión que lleva a una especie de síntesis, que es a su vez un estado nuevo. ¿Una metáfora de lo que la escitura es para el autor? Al Amado Señor se lo puede pensar como a la escritura misma. Por eso, cuando cuenta que un hombre lo raptó de niño, dice: “¿me habrá hablado el hombre como yo te hablo a vos todas estas cosas?”, igualando así la inocencia o creatividad de un chico con la del proceso de escritura, y a todo eso con la de idea de Dios. Un Dios que se busca no para convertirnos en inmortales sino para volver transformados luego de ese contacto. Una mezcla imperfecta de lo que éramos con lo que resultó de ese encuentro. Un estado de gracia. El movimiento es dialéctico y se puede pensar tanto en el vínculo entre un creyente y una divinidad como entre el escritor y su creatividad, o como el que tienen dos amantes. Lo interesante de esta novela, y de la propuesta de Katchadjian en general, es que nunca hace un cierre total hacia alguno de estos sentidos. Sí nos muestra un abanico de posibilidades. El Señor puede ser muchas cosas: “no sos un señor cuando sos Señor, ni tampoco serías una señora si fueras Señora, porque hay una única manera sin diferencias: no sos él ni ella, sos otra cosa sin sexo o con todos los sexos. Amada Bola, Amado Origen, Amada Nube: todo da lo mismo”. 


La libertad late de fondo en muchas de las obras de este autor (La libertad total, Qué hacer, Gracias). En esta novela, quizá, el espacio de la libertad sea el de hablar sin un contenido: “no hay contenido, porque lo que digo va apareciendo, y el contenido es algo que está de antes y se pone en un lugar para que lo contenga, algo ya conocido, no algo que se va descubriendo”. El narrador le habla al Dios de la inspiración con la máxima libertad posible (sin un sentido) para que aquel transforme ese caos en algo concreto o, al menos, en algo: “y así logro que las cosas que te digo, que son nada, vuelvan a mí trastocadas por tu oído”. La libertad como una mediación, como un pasaje a otro estado. Quizá la única forma de libertad palpable. Pero para elaborar una mediación conceptual, tiene que aparecer un agente que pueda operar esa mediación: ¿un monje?, ¿un profesor?, ¿un brujo? ¿un loco? El narrador comienza a sentir que le habla al Señor para transformarse él mismo en otra cosa, en otro. Si quiere “tensarse” en el Señor y pasar a otro estado, entonces no debe fundirse en él. Anota: “si me entregara completamente, creo que me dejarías hablando solo y siempre lo mismo (...) y nadie me entendería”. Allí es que llega a esta conclusión: “yo solo puedo hablar con vos si vos sabés que vengo de no hablar con vos y que voy hacia no hablar con vos”. Es el mediador entre la creación y la vida terrenal, entre la inspiración y el estado normal.


Por fin, el narrador se pregunta si hay un tema en el que se pueda enmarcar su diálogo (como lectores nos preguntamos lo mismo: “¿de qué tema trata esta novela?”). Y, nuevamente, el propio ejercicio de la escritura le dará la respuesta. Escribiendo se da cuenta de que no hay tema para lo que está escribiendo. Aunque enseguida se da cuenta que en realidad sí lo hay, pero no en el sentido convencional. Anota: “el tema es que hablo con vos, pero eso no es un tema: es una forma de conversar. El tema, entonces, ¿es la forma de conversar?”. Encuentra el tema pero no le convence. Intenta salir de ahí. Escapar. ¿Cómo? Empieza a conversar de otra forma: le cuenta historias que intuye que aburren a su interlocutor, pero que mediarán ese “pasaje” hacia otro estado. Estos relatos le sirven para seguir pensando su vínculo con el Señor que es, en definitiva, la relación entre un escritor y su obra de arte. Son historias dentro de las cartas, que sólo cumplen la función de explicar la complejidad de esa unión: “no quiero ser vos ni quiero ser yo ni estar siempre con vos: quiero ser el que te habla y no te habla, el que está en tensión entre irse y volver”.


Como dijo su autor, en Amado Señor laten de fondo Carta al padre, de Kafka y Confesiones, de San Agustín. No pudimos leerlo sin sentir también, en algunos fragmentos, al Beckett de El innombrable. Pero principalmente, a todos los otros Katchadjianes.



*Lic. y profesor en Comunicación Social. Librero en El Divague Libros.

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