lunes, 23 de enero de 2023

Una historia de la literatura en clave ficcional



“Ambos, una noche de fuego, murieron de su vida anterior y nacieron tal como son ahora”. Así comienza “Junil en tierra de bárbaros”, divertidísima y muy original novela de Joan-Lluís Lluís, traducida por Edgardo Dobry del catalán. Desde el principio del relato se nos alerta del difícil vínculo que sostienen padre (al que no se da un nombre) e hija (Junil) desde la muerte de la madre. El contexto es la frontera entre un Imperio (el romano) y todo el resto, es decir, todo lo que se dio en llamar “pueblos bárbaros”.

La novela es una invitación a presenciar el crecimiento de esta niña de 8 años en un espacio inhóspito: a pesar de vivir en su aldea, con su padre, éste la esclaviza.


Pero Junil no sólo crece, sino que también progresa. Desde su analfabetismo inicial hasta su amor por la poesía, el relato de Lluís Lluís nos va contando a través de la protagonista, una posible “historia de la lectura” o, más ampliamente, una “historia de la literatura” en clave ficcional. Y ese camino hacia el aprendizaje de la lectura es también para Junil, el camino hacia su propia libertad.


La novela es un gran homenaje a las letras, especialmente a la poesía del período clásico. El esclavo de su padre es quien le enseñará a Junil a leer, comenzando por Homero, Lucrecio y Esquilo, hasta que un día le presenta a Ovidio. Pero ella no entiende. “¿Un autor vivo? ¿Existen autores vivos a los que valga la pena leer?” Junil pronto descubre que la literatura no es sólo “un legado del tiempo pasado, de cuando los hombres eran sabios, hablaban poco y escuchaban mucho”. Es así como a los quince años, nuestra protagonista lee El arte de amar, gracias a la ayuda de un esclavo, y se enamora de Ovidio. Pronto pasará por esa sensación por la que todxs lxs lectores alguna vez pasamos al descubrir a unx autorx que nos fascina: la de ser concientes de que nos restan muchas de sus obras por leer.


Todo muy feliz, hasta que el Imperio devela su poca capacidad para el disenso. El emperador Augusto condena a Ovidio al exilio y todos sus libros son prohibidos. Algo de lo que la historia de la literatura ha dejado incontables pruebas: el peligro y la valentía que el oficio de escribir implicaba en otras épocas. Junil llorará: ya no podrá acceder más a los libros de su autor preferido. Pero a este revés se le enfrentarán estrategias para eludir esa censura: cambios de autoría, libros escondidos, serán algunos de esos vericuetos. Pero también tendrán lugar otro tipo de obras apócrifas, ya no obligadas sino hechas a sabiendas: los plagios. 


El día que un muchacho (Teulí Gaiaté) de una respetada familia patricia se acerca a Junil con pretensión de cortejarla, la vida de la chica volverá a complicarse. La insistencia aumenta con cada rechazo de Junil, hasta que el chico le dice que la obligará a través de sus padres, a casarse. Ella escapa, pero no lo hará sola. A partir de allí, se inicia un periplo que durará por el resto de la novela: Junil, junto al esclavo Tresdedos, al bibliotecario Lafás y al ex gladiador Dirminio, serán los fugitivos del Imperio, la posible carne de cañon de los bárbaros y la inexperiencia en el desierto salvaje. En el camino encontrarán a otros pueblos, campesinos, esclavos, quienes se les irán sumando. 

La religiosidad aparece fielmente retratada: de acuerdo a las creencias de la época. ¿Cómo habrán nacido los primeros ritos de sacrificios hacia los dioses que, según dicen, fueron los orígenes de lo que hoy conocemos como teatro moderno? ¿Cómo era la relación entre voluntad divina y acción humana en la interioridad psicológica de un ciudadano romano de entonces? En determinado momento del viaje, cuando alguien se pregunta sobre la posibilidad de que algún Dios baje a la Tierra para observar sus actos, el temor se apodera de todos. 


En el largo periplo de Junil y sus acompañantes, la “experiencia antropológica” que surge de ese encuentro entre tribus o pueblos bien diferentes, es una especie de escenificación literaria ficcional que imagina cómo habrá sido la fusión entre diferentes aldeas y su unificación en pueblos más grandes. Emerge en ella, siempre sostenida por el humor y la ironía del relato, la figura del traductor, central tanto para la práctica antropológica como también para la literaria: ¿cómo se las habrán arreglado, esos primeros hombres y mujeres, entre algunxs de lxs cuales seguramente habría más diferencias que similitudes, más temores que certezas, para comunicarse? ¿habrán sido realmente violentos todos los pueblos bárbaros, comunmente entendidos como incivilizados porque los únicos registros escritos que de ellos nos llegaron son los del imperio? ¿qué posibilidades hubo para la emergencia de lo comunitario? ¿Cómo fueron las primeras reuniones entre hombres y mujeres alrededor de una historia que se contaba? ¿Cómo habrá surgido la idea de que eso que se contaba podía representarse en pequeños caracteres, distinguibles entre sí, sobre una piedra o un cuero de vaca, para que fuese comunicado a seres de otros tiempos y espacios? Preguntas que nos ha dejado la Historia (con “hache” mayúscula) y que encuentran respuesta (u otras preguntas) en una historia (con “hache” minúscula) memorable de la literatura catalana. Porque al fin y al cabo esa es la tarea del poeta: imaginar historias y combinarlas de buen modo con la Historia.



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