En Tres veces luz (Aquilina ediciones) se entretejen tres historias de niñez, dolor y soledad. La fiscal, el hombre y el niño que las protagonizan de manera equilibrada, no están en ningún momento dentro de sus cabales. No lo está el niño porque perdió a su madre, su casa, su tierra y su futuro. No lo está el hombre porque perdió todo eso pero tiene menos tiempo que el niño. Y no lo está la fiscal porque es un alma en pena que sólo “se siente” cuando está en soledad.
Esta historia es una historia de puertos y por lo tanto de barcos, y de marineros y capitán, pero también de clandestinidad. Juan Mattío (Buenos Aires, 1983) va reconstruyendo dos voces de manera intercalada y utilizando la narración retrospectiva. Va y viene entre los personajes del presente y los del pasado. Y allí surgen otras historias de cada una que, como cajas chinas, van asomando desde la clandestinidad de los containers que transporta la nave, hacia la luz.
Si bien es cierto que al lector puede quedarle pendiente “entrar” a la historia desde los ojos del niño (único personaje principal que nunca habla en primera persona) quizá eso haga que la novela cobre sentido para el personaje del hombre, que sólo vive por y para contar la historia del chico: “Había creído que el niño era una cadena que lo ataba a la vida y lo condenaba a sobrevivir también a ese viaje”.
Mattío va construyendo una prosa que gana cuerpo lentamente a través del correr de las hojas. Al principio puede que el lector sienta que está muy marcada la pertenencia al género del policial (es el momento de la presentación del personaje de la fiscal) pero luego ese efecto se va suavizando. A pesar de que la mujer nunca deja de guiar parte del relato con su investigación, se hace urgente la voz del hombre, que es en parte su voz pero también la voz del niño. La historia tiene su corazón ahí, en el sufrimiento constante de los dos desdichados. Y como lectores nos dejamos arrastrar de orilla a orilla del Atlántico para conocer no sólo el final, sino también la verdad.
“La única forma de sobrevivir es componer un papel”
En la clandestinidad del container, el hombre sabe lo que tiene que hacer para que él y el niño sobrevivan. Saca a Robinson del bolsillo y empieza a contar para no volverse loco. Uno, dos, tres, cuatro palotes en la pared: es lo que tardarán en llegar a la otra orilla. Pero no sólo hace eso (no podía hacer sólo eso). Tenía que escribir. Por si el sólo hecho de contar no alcanzara para mantener la cordura. O tal vez para darle un sentido a la locura que ya vislumbraba como inevitable. Y así la lengua y el lenguaje se van convirtiendo, poco a poco, en la posibilidad de quiebre de la historia. Un quiebre hacia la resolución final. Un quiebre, no un eje. Porque en el eje de esta historia está la descripción del mundo: ahí aparecen, todas juntas, la filiación de la esclavitud, las inmigraciones ilegales, la clandestinidad de las vidas, la sordidez de la muerte inevitable y la perversidad de quienes deciden quién vive y quién no. En cambio, si hablamos de quiebre, hablamos de la posibilidad de cambiar una historia. Esta ficción o la nuestra. La de cada uno, la real. Que no dista mucho de lo que cuenta esta novela. Y allí, ese rol lo juegan la lengua como código y la literatura como chance de dejar un testimonio de lo vivido. Como una forma de volver a un tiempo pasado y transformarlo en otra cosa: “No intento traducirlo sino cabalgar sobre el sentido”, dice la fiscal cuando hace los interrogatorios. “No creer me mataría”, dice el hombre. La lengua como código y la literatura como lenguaje, una vez más, se juegan en la tensión entre lo que se puede comunicar y lo que no. En sus límites y en sus posibilidades. Y nosotros, como lectores, cabalgamos sobre unos y otros a lo largo de Tres veces luz, como con toda la buena literatura.
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