En El libro de los monstruos, el autor combina elementos de la alta y la baja cultura para satirizarlos a través de un absurdo fantástico. Un registro coloquial tan auténtico como hilarante.
Por Leonardo Miraglia*
En cada uno de los relatos breves de El libro de los monstruos se presenta un hombre o una mujer, con nombre y apellido y se describen sus “características físicas”: el resultado es la aparición deslumbrante, ante nuestros ojos de lectores, de un ser humano devenido monstruo.
Paraísos perdidos
Hay dos cuestiones centrales que la época moderna introduce en la vida de los hombres, que ocupaban y preocupaban a Wilcock: la pérdida de la dimensión de lo sagrado en toda práctica artística, y la soledad del hombre en las ciudades.
La Modernidad, como proceso social, político y económico, obligó a la incorporación de una cada vez mayor tecnificación en los trabajos y en la vida cotidiana, especialmente la de las ciudades. Y la esfera de lo artístico no estuvo ajena a ello. Por el contrario, el agregado de nuevos aparatos no sólo provocó el avance de técnicas creativas, sino que difundió el arte a un público masivo y no especializado (por ejemplo: la fotografía “sacó” las obras pictóricas de los museos y cualquiera pudo tener a la “Gioconda” en su casa). Esto también contribuyó a cierta banalización del arte, a un abandono casi absoluto de toda posibilidad de trascendencia. Comenzaban a erosionarse las murallas de la “alta cultura”, concepción típica de ciertas capas de la sociedad en su proceso de discriminación y apropiación de la cultura popular: el saber de unos pocos vedado, como un secreto, a las mayorías. Esta “pérdida de conexión con lo sagrado” aparece de forma explícita en el primer relato del libro: “Anastomos”. Allí leemos: “(...) Y quizá sea una divinidad, porque no está concedido a los hombres ser tan bellos. En sus espejos vemos reflejadas aquellas cosas que verdaderamente, sin hipocresía, amamos: no las cosas humanas, tan abrumadas por la caducidad y el cambio, sino los árboles y las nubes, los pájaros y las flores, (...) todo lo que en nuestra mortalidad sentimos como eterno y que no amaríamos, si no lo sintiésemos, oscuramente, intocable”. Es cierto que aún hay en estas palabras un dejo de melancolía por esa pérdida, pero quizá la diferencia esté en que aquí el autor se ha decidido a jugar con esa ausencia y ya no titubea para unir literatura universal y tradición clásica, con absurdo y grotesco. ¿Radica en este cambio el salto de su obra? ¿Wilcock hizo lo que Borges no necesitó: girar desde un punto de vista trascendental y filosófico a un registro coloquial que, a través de un absurdo fantástico, captara mejor la decadencia del hombre moderno?
Nadie es profeta en su tierra (ni en su lengua)
En 1957 Wilcock abandona Buenos Aires por Roma. En carta a un amigo, asegura: “el castellano no da para más”. Esta frase puede tener distintas explicaciones, pero en el fondo es la elección autónoma de un hablante que decide mudarse de lengua, con todo lo que ello significa. Si el idioma moldea nuestra forma de entender el mundo, y la escritura es una de las maneras que tenemos de expresar esa mirada, este cambio de perspectiva se despliega dentro de la propia escritura wilcockiana. En efecto, a su llegada a Italia, comienza a abocarse plenamente a su obra narrativa. Es probable que esta inclinación haya sido consecuencia de su exilio, pero es aún más entendible por el hecho de que Wilcock formaba parte de una elite conservadora como la nucleada en torno al Grupo Sur (Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo). Tal vez ese contexto no le permitiera desplegar todo su potencial creativo, ni afianzarse en el ámbito literario. En Italia, en cambio, se topó con una vanguardia intelectual como la formada por Passolini, Elsa Morante e Ítalo Calvino (este último parte del grupo de literatura experimental Oulipo, junto a Raymond Queneau). Ellos no sólo lo acogieron sino que fomentaron su pronta legitimación. Además, el estilo Oulipo, más ligado a los juegos de palabras, a los retruécanos, y a la exacta matemática de las frases, dio un aire a la prosa algo barroca de Wilcock. Sin embargo, el argentino nunca abandonó la profundidad que caracterizó a su obra. Quizá el “Wilcock italiano” sea casi el mismo que el de nuestros pagos, con la única diferencia de haber aprendido a reírse de sus fantasmas.
“La soledad engendra dioses (y monstruos)”
Aquello que el sociólogo estadounidense David Riesman, ya en la década del ‘20, denominara con el término de “muchedumbres solitarias”, es un fenómeno que hoy continúa vigente en nuestras ciudades: un ejército de hombres y mujeres que están en una aproximación física incesante y caótica, pero en una intolerable soledad espiritual. Esto aparece en toda la obra de Wilcock, pero no sólo como una preocupación sociológica, sino personal. Wilcock era un misántropo. Su frase: “El hombre necesita de la soledad y de la comunicación. Combinar ambas en la justa medida hace a su felicidad”, quizás haya sido más un deseo que una realidad. A través de las bestias de este volumen, el autor nos muestra que la exclusión del grupo social puede hacer de cada uno de nosotros un monstruo, pero que a la vez ese monstruo está más cerca de la divinidad, del arte o de la creatividad. Describiendo a uno de sus bichos, nos dice: “En él la naturaleza ha querido refutar, al menos una vez, la irrefutable, casi lastimosa, fealdad de la desnudez humana: este animal despellejado y deforme, esta pobre imitación de un simio al que milenios de mezquindad han dejado sin pelo, se enciende por un instante efímero en Alasumma con los colores de las tierras cálidas y ahora baila, como Dios manda, para demostrar cuán grises son estos pueblos que sin ningún derecho ocupan la hermosa Tierra y la entristecen”. Después de transitar sus páginas, quizá el lector atento se sienta motivado también a indagar en sus monstruos internos.
*Lic y Profesor de Comunicación Social (UBA)
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